La legislación electoral heredada de Fujimori y Montesinos
garantizaba la partidocracia por encima de los ciudadanos. Este sistema hizo de
la política un mercado donde todo se compra y todo se vende. En ese mercado,
las virtudes y valores que debían acompañar a los “padres y madres de la patria”
no tenían importancia. Si a usted le enseñaron a decir la verdad, a no robar, a
rendirle culto al trabajo, etc., tenía que aprender a hacer todo lo contrario
para sintonizar con la “realpolitik”, como le llaman algunos huachafos.
La nueva legislación no tiene mucho en qué diferenciarse,
porque el sistema electoral sigue siendo el mismo. Nada impide que sectores
empresariales, narcotráfico, minería ilegal, monopolios, etc., financien las
campañas de quienes deberán representar sus intereses en el próximo congreso. Y
nada impide que el dueño de la caja del partido, como también el dueño de la
inscripción, le imponga sus condiciones a quienes carecen de ambas. Esto no es muy
democrático que digamos.
Problema mayor es para quienes se oponen al sistema y no serían financiables por los monopolios. Pero en este sector, también se reproduce la farsa. En una reunión de políticos de izquierda se pueden llegar a grandes acuerdos, excepto en el gasto. El aporte individual de cada candidato de izquierda a la campaña, es más importante que aquellos a quienes representa. La plata manda.
Los “líderes” son señores feudales que administran sus
partidos como los gamonales administraban el agua en un célebre cuento de J.M. Arguedas
(“Agua”). A los indios genuflexos y obedientes les corresponde una cuota
generosa para regadío, pero a los indios rebeldes ni gota. Los partidos “realmente
existentes” (léase: inscritos) tienen caudillos que han amaestrado a sus
respectivas clientelas y defenestrado a quienes puedan disentir de los
resultados de su indiscutible mediocridad. Por eso es que ahora no prosperan las
elecciones ciudadanas abiertas para armar listas de candidatos.
Es gracioso, en ese contexto, ver la disputa entre absurdas
egolatrías. Hay quienes creen que tienen posibilidades presidenciales, cuando
en realidad jamás serían elegibles. Personajes grises sin carisma, sin
discurso, sin historial significativo, actúan desde la izquierda como si fuesen
los legítimos portaestandartes de un pueblo que, en lo que va del siglo, no ha
parado de luchar. Los sectores sociales en lucha deberían disfrutar del derecho
de elegir y tener la posibilidad de ser elegidos. La militancia de base, los colectivos que se
adhieren a un frente, deberían disfrutar de los mismos derechos. Pero la plata
manda.
Para que ya no se repita la mercantilización de la política
electoral, sería necesaria una transformación profunda de las reglas de juego.
La legislación obliga a que los partidos tengan una existencia real, vida
orgánica, militancia inscrita, etc. Eso es razonable. Pero la legislación
permite que la dictadura de los que más tienen domine a los partidos. Entonces
la participación popular masiva, dentro de los propios cánones de la democracia
representantiva, se hace imposible.
En los sistemas electorales más avanzados de nuestro
continente, el estado tiene la responsabilidad económica de las campañas
electorales de los diferentes partidos. A igualdad de recursos, igualdad de
oportunidades. Así se evita que los monopolios y el crimen organizado tengan
injerencia directa en la vida orgánica de los partidos. Y así se evitaría que
tengamos que agradecerles genuflexamente a los señores feudales por prestarnos
o arrendarnos su inscripción. Se eliminaría la cuota personal que se exige a
cada candidato congresal para que autofinancie su propaganda, como si fuese una
inversión particular que luego se recuperará. El secreto de la transparencia es
acabar con el negocio lucrativo para darle pase a la participación ciudadana.
Luego hablaremos del salario mínimo vital para los congresistas, lo que es un
clamor popular.
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