lunes, 20 de mayo de 2019

Abraham Valdelomar: el político de banderías


A Abraham Valdelomar se le considera poeta, periodista, narrador, pero no abundan comentarios de su carrera política. Pocos lo imaginan en 1912 armado de un revólver y a la cabeza de más de setecientas personas, abortando centros de votación para impedir el fraude electoral. Estuvo con Billingurst, en plena república aristocrática, siendo lo más progresista en ese Perú oligárquico, quien convocó el respaldo de las asociaciones de artesanos, sindicatos, clubes obreros y gremios de empleados.

Valdelomar saltó del periodismo crítico y corrosivo a la política, acrobacia profesional  ya frecuente en la democracia contemporánea. Además de sus dotes literarias, le acompañó el talento de la oratoria. Quienes especulan que el “Conde de Lemos” tuvo solo intereses de autorrealización, poco conocen de él. Impregnado de un justo reclamo provinciano contra el centralismo limeño, también evidenciaba su apasionado fervor por los de abajo.

Tal vez el ciclo más interesante en su biografía sea el del orador itinerante, quien de provincia en provincia, en 1919, cosecha aplausos de distintos auditorios, fustigando a los jerarcas  responsables de la catástrofe nacional. Sabe interpretar el sentir de los clubes de trabajores y sindicatos, así como al público que añora las provincias usurpadas en la Guerra del Pacífico, y que aplauden cuando se refiere al arcaico poder de generales y terratenientes acusándolos de “ignorantes”. ¿Qué hay de nuevo en él? El afecto que solo un poeta podía imponerle a sus palabras, la entonación emotiva y el compromiso sincero con el destino del país.

Atento a la prédica de Manuel Gonzáles Prada y horizontalizando la relación entre trabajadores manuales e intelectuales, se referirá a sí mismo como un peón sin títulos ni pergaminos: “En esta obra que hemos emprendido los jóvenes de esta generación, apenas si me toca a mí un simple papel de obrero. Simples obreros somos todos los que estamos soñando con la futura grandeza de la patria naciente”.

Y en el Cuzco fustigó a la feudalidad retardataria: “…la juventud que represento condena solemnemente el cri­men de lesa humanidad que se llama el gamonalismo, es­te maldito gamonalismo que permite que los indios se al­coholicen, que la raza haya degenerado hasta el punto en que la vemos hoy... que ha convertido al hombre en una especie que fluctúa entre el esclavo y la llama...un retro­ceso hacia la barbarie...la esclavitud en el siglo veinte; el gamonalismo, que es una mancha para el universo des­pués que se acaban de sacrificar en Europa más de diez millones de hombres por la libertad del universo.”

Frente a la tiranía feudal, Valdelomar denuncia que la propiedad terrateniente es producto del despojo contra las comunidades: “Sólo así se explica que en ciertas poblaciones de la sierra como Ayaviri, que apenas tienen trescientos habitantes, hayan establecidos confortablemente un juez, un conjuez, un fiscal, tres escribanos y dieciocho defensores, todos abogados de la universidad de Arequipa. El resultado es palpable. Al cabo de seis años la propiedad privada ha pasado del poder de los indígenas al poder de los docto­res por medio de recursos, demandas, citaciones, alguaci­les, escribanos y comparsas”.

Iba dejando atrás la pose aristocratizante, cediendo a la nostalgia del terruño y al calor de las muchedumbres. José Carlos Mariátegui  escribe en sus célebres Siete Ensayos: “Valdelomar, sin embargo, había evolucionado. Un gran artista es casi siempre un hombre de gran sensibilidad. El gusto de la vida muelle, plácida, sensual, no le hubiera consentido ser un agitador; pero, como Óscar Wilde, Valdelomar habría llegado a amar el socialismo. Valdelomar no era un prisionero de la torre de marfil. No renegaba su pasado demagógico y tumultuario de billinghurista. Se complacía de que en su historia existiera ese episodio. Malgrado su aristocratismo, Valdelomar se sentía atraído por la gente humilde y sencilla.  (…) Ante un auditorio de obreros, pronunció en algunas ciudades del norte durante sus andanzas de conferencista nómade, una oración al trabajo. Recuerdo que, en nuestros últimos coloquios, escuchaba con interés y con respeto mis primeras divagaciones socialistas. En este instante de gravidez, de maduración, de tensión máximas, lo abatió la muerte”.  Aceptemos que fue un salto audaz entre su etapa cosmopolita, hedonista y wildeana hacia una meta imposibilitada por su sorpresiva muerte, en pleno triunfo de su candidatura parlamentaria.

La calidad de la poesía y sobre todo de la narrativa de Abraham Valdelomar se nutre de las venas del arte popular, del escenario aldeano costeño, donde la cercanía del mar como fuente de vida y del campo agrícola es sumamente estrecha. No se trata de un narrador aristocrático, sino de un prolífico escritor del pueblo con pose aristocratizante. Al tomar como suyas las actitudes de la oligarquía, las ridiculiza. Esta actitud desafiante rompe en fragmentos la imagen de la clase dominante, tal como ella se ve a sí misma en un imaginado espejo. Los enemigos de Valdelomar no se reclutarán de las filas del pueblo, sino de los sectores más conservadores y reaccionarios. Sus pasos lo habrían conducido inevitablemente a las filas del socialismo, tal como dice el Amauta Mariátegui. Quizá no sería el socialista ideal, disciplinado y clandestino, pero sí una voz autorizada que desde el mundo del arte y la literatura proclamase el nuevo amanecer de un mundo más justo e igualitario.


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