lunes, 7 de noviembre de 2022

Dante Castro no le corre al temible número 13 (Maynor Freyre)

 

 Comparto esta noche la mesa con un escritor que sabe sobre las lides de narrar acerca de temas muchas veces considerados tabúes: los combates insurgentes nacidos a partir de las la rebelión de muchos jóvenes atraídos por un discurso violentista que consideraban el único camino para salir del entrampamiento, la injusticia y la miseria en el que la mayoría del pueblo peruano ha permanecido hundido. Un ejemplo es la postración económica en la que aún viven muchos peruanos, en especial los pobladores de Huancavelica, Ayacucho y Apurímac, pese a haber sido escenario de una cruenta guerra interna durante 14 largos años con un saldo de 75 mil muertos y 20 mil desaparecidos, la gran mayoría no combatientes, según informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación.

Dante Castro Arrasco es un narrador de cuentos por antonomasia. Este viene a ser su déciimo tercer libro de relatos, su en apariencia número trece de la mala suerte.  Sobre su obra han opinado críticos como Ricardo González Vigil, el que, frente a dos de sus libros, Tierra de pishtacos (premio Casa de las Américas en cuento, 1992) y Parte de combate manifestó: “son relatos que abordan la guerra sucia de la vorágine subversiva y antisubversiva desatada en 1980, y relatos que prosiguen la ambientación amazónica con los rasgos presentados en su primer libro Otorongo y otros cuentos, pero aquí con mayor eficacia artística y maduración expresiva”. Señala que sus temas asumen la violencia y el culto al coraje, en una especie de épica heroica.

El poeta Marco Martos a su vez expresa: “Todos los cuentos de Dante Castro son de un realismo trabajado en los que entremezcla la realidad con la fantasía que vive en cada uno de nosotros.”

Por otra parte, el poeta Winston Orrillo dice:” La suya es una dilacerada urdimbre de nuestro tiempo y, de allí, saca personajes y situaciones que no tienen nada que hacer con eso que parece el planteamiento predominante en los autores de la llamada postmodernidad, casi todos ahítos de una condición light que hallamos no solo feble sino absolutamente descartable.”

Al respecto, Castro asegura que “la literatura es un arte solo cultivable por apasionados, inmanejable por profanos, y altamente subversivo en las manos adecuadas”. Será por ello que considera como sus padres literarios a José María Arguedas, César Vallejo, Eleodoro Vargas Vicuña, Francisco Vegas Seminario, Oswaldo Reynoso, Julio Ramón Ribeyro y Francisco Izquierdo Ríos.

Ganador de múltiples premios por sus cuentos, como el COPÉ en dos oportunidades, el Inca Garcilaso de la Vega, el César Vallejo, el de las Mil Palabras de Caretas y, en especial, el Premio Casa de la Américas de Cuba en 1992, considera el más valioso el Horacio Zevallos de la Derrama Magisterial por llevar el nombre del gran luchador de los maestros peruanos.

Para este caso, el comentar su reciente libro que nos convoca esta noche, La sombra de la calavera, citaremos lo sostenido por la estudiosa María Elvira Luna Escudero, quien en la revista de estudios literarios Espéculo de la Universidad Complutense de Madrid, afirma: “No creo equivocarme que Dante está como pez en el agua cuando aborda la temática popular: la suya es la voz de los de abajo, pero tratada con una dignidad por todo lo alto.” Y suponemos que eso del pez lo habrá hecho por referencia a su lugar de nacimiento, el Callao (1959), razón por la cual muchos ignaros vetaban de manera absurda los temas de su narrativa que habían tenido como escenario los Andes y la Amazonía peruanas. Sin saber que selva y sierra lo cobijaron en alguna época de su aventurera vida.

Admirador y seguidor de Juan Bosch, Horacio Quiroga, Juan Rulfo, Onelio Jorge Cardoso dentro del cuento latinoamericano, cree con José Carlos Mariátegui: “El artista que en el lenguaje del pueblo escribe una obra de perdurable emoción vale, en todas las literaturas, mil veces más que el que, en lenguaje académico, escribe una acrisolada pieza de antología”. Para Dante Castro esos son inmortales, generalmente quienes no gozaron en vida de sus éxitos, como Vallejo, pero que perviven hoy. Y recuerda la fama de Chocano en sus tiempos, pero cómo pocos lo recuerdan en nuestra época.

Como en un equipo de fútbol, bello deporte que hoy por hoy se ha convertido en un circo por el  que circulan millones de billetes fuertes, Dante Castro ha reunido once cuentos variopintos, empezando por el que da título al libro: “La sombra de la calavera”, donde el tema es el surgimiento de la locura de forma esquizofrénica, pero lo extraño del relato es que quien parece el quiebre mental es un loquero, un psiquiatra de gran talento y reputación, tal vez inoculado por el fenómeno de la transferencia por algún paciente alienado, pues suele alternar con los de género femenino en vista de que considera la formación de una familia algo vetado para la gente de su profesión médica. La presencia de un colega con el cual podría haberse hecho psicoanalizar para limpiar su contagio se va alejando de la escena cada vez más peligrosamente.

El segundo cuento se titula “Pachatigrre” y nos conduce por el mundo de la Amazonía que en anteriores libros ha demostrado dominar con suma destreza. De esta manera nos hace ingresar por los vericuetos de la selva donde insólitos hechos nos vinculan con acciones más tenebrosas que las acontecidas con la explotación de los chiringueros o con los colonizadores: el narcotráfico proveniente de Colombia con su aeropuerto clandestino que es desarraigado por una lideresa conocedora de los secretos herbolarios de la jungla peruana. Gracias a esos secretos trasmitidos por el Pachatigre, Beatriz, la Jefa, es la que halla el cántaro de la fortuna e independiza a su pueblo de la nueva lacra.

En “El patriota” nos damos con un mulato capturado por un palenque de negros cimarrones donde las figuras de Changó y otros dioses afroamericanos van surgiendo para acompañar a un conjunto de patriotas abanderados por el Elegido que salvó de la horca para convertirse en un héroe de la batalla de la Pampa Junín que entrega su vida despojándose de los talismanes que lo protegían contra la muerte. El uso del lenguaje de los negros peruanos se distingue en esta historia recordada por el general Guillermo Miller. Como también nos hace recordar las narraciones de San Salvador de Bahía de Jorge amado, ese enorme escritor brasileño al cual le negaran el Premio Nobel.   

En “El disidente” nos traslada otra vez al ámbito amazónico para mostrarnos de qué manera en el país de “todas las sangres” surge una tribu selvática de hombres blancos, gracias a la transmigración cultural que se opera al integrase a las culturas de ese ámbito un soldado español que se integra a las costumbres y creencias del cuarto suyo del incario.

Con “El pugilista” –recuerdo cómo el afamado periodista Alfonso Tealdo amaba ese término-- nos metemos a la gran urbe limeña, al reconocido colegio de los jesuitas, quienes como buenos guerreros que fueron en pretéritas eras del cristianismo, tratan de educar a sus pupilos llevándolos de paseo a la cercana ciudad de Matucana donde los hacen enfrentarse en pugilatos calzando guantes de box porque admiran el valor y odian, como todo jesuita, la cobardía. Una lección que demuestra que se puede aprender hombría hasta en la fugaz derrota.

“El último refugio” es otro cuento de aprendizaje, entendiendo que la cacería es un deporte que busca en el desafío y la certeza enfrentar todas las adversidades de la naturaleza y mostrar la sabiduría de ciertos animales capaces de destrozarte de un solo manotazo.

En “Tremenda diferencia” nos conduce por los vericuetos de la guerra interna y de las alucinaciones de un indio cargador alcohólico que dialoga con el fantasma de un sacrificado personaje muerto de un balazo por salvar a su trasvestido amor en medio de la guerra sucia, a quien las Fuerzas del Orden menosprecian, pero buscan que utilizarlo como los ojos y oídos contra los terrucos. Un oficial convoca al personaje del relato, un quechua hablante que con las justas paporretea algo de castellano –el narrador usa aquí algunos términos quechuas—a colaborar con él. Una vuelta de tuerca nos hará ver las diversas formas en que se manifestó esta guerra interna donde antes que las balas muchas veces valía el ingenio.

Es en el mundillo de la delincuencia común donde nos introduce esta vez el narrador, para mostrarnos las triquiñuelas de que son capaces los malhechores que se enfrentan a otros más baqueanos y luego saben cómo desorientar a los polizontes tan maleados como todos ellos. Otra vuelta de tuerca nos deparará una sorpresa mayor en “Gatillo fácil”.

“La doctora” pone el tono erótico en el libro, trasladándonos del lejano pueblo ayacuchano de Huancapi al tradicional Pueblo Libre de Lima, rememorando los peligrosos años 80 del siglo pasado para ubicarnos en la época de la pandemia actual, como en un mundo de ensoñación donde una alta abogada algo madura muestra sus rollizos muslos y otras sorpresas.

Pasamos luego al gobierno de Vizcarra, con quien un grupo de alzados filipinos tratan de negociar para obtener sus votos en la ONU, y en medio de toda esta vorágine ajena al siglo XXI peruano, está la colocación de un coche bomba a las espaldas de Palacio de Gobierno. Traiciones, confusiones, técnicas modernas sobre explosivos para armar un coche bomba, se mezclan con chicharrones congelados intragables. Toda una sorna.

Terminamos con “El genio”, ese de los deseos introducido en una mágica botella, capaz de convertirte en príncipe o en sapo, según tu antojo. Cabe también la posibilidad de que, siendo un deudor permanente, con los servicios de luz y agua cortados, pasando incruentas miserias, optes por seguir siendo lo que eres. Y sanseacabó.                                                                                

En síntesis, Dante Castro Arrasco, sin perder en ningún momento su vena popular ni su identificación con los de abajo, nos conduce por los vericuetos de un lenguaje ágil y barrial, por los inevitables choques de clase en un país segregacionista y prepotente, utilizando modernas técnicas para manejar la intriga sin caer en el tecnicismo. Como él mismo asegura, se trata de “una introspección para hallar lo propio, lo oriundo, lo que nadie podrá hacer excepto nosotros”. Es decir, no caer en una literatura insípida, inodora e incolora como hacer el amor con horario rígido o tomar café descafeinado. Porque, en su decir, la literatura es un arte y un medio privilegiado de comunicación social.  No un sumidero de excrecencias.




 

DANTE CASTRO, NARRADOR HETERÓCLITO (Por WINSTON ORRILLO)

                                                              “una chica tan sencilla como un remo de piragua”     (D.C.)






 
Lo que sucede es que Dante Castro usa su reconocida narrativa, para abordar temas distintos, en los que predomina el combate popular y/o la intriga con matices eróticos y con próvido humor.

Verbi gratia, en el presente volumen da vueltas por el Perú entero, desde la Capital, hasta meandros de la selva, que él conoce muy bien.

Y su lenguaje literario ha madurado mucho, si lo hallamos en las siguientes citas: “su sueño era espeso como saliva de serpiente. El resplandor de sus ojos abiertos tallaba las piedras encendidas del cielo…” “Amanecía lentamente, como si a la noche le pesara largarse.” “.te advirtieron de las serpientes, de las caídas y de la soledad que podía ser tan mortal como el peor de los venenos…” “esa herida cubierta de vegetación secundaria…” “en abril rodean Huanta, la esmeralda de los Andes Jéssica tenía dos esmeraldas bajo sus párpados”. "Debió ser al revés. pero las locuras de amor pisotean con sus cascos herrados a la razón.”

Dante Castro Arrasco (Callao, 1959,  ha estudiado Derecho en La Católica y Literatura y Educación en San Marcos; ejerce como periodista y docente, y entre los numerosos premios nacionales e internacionales,  obtuvo el codiciado Casa de las Américas, en 1992.

Es un buido militante y luchador por las irreversibles y urgentes transformaciones sociales.

El libro que ahora tenemos entre manos,  “La sombra de la calavera”, es una suerte de resumen de las temáticas antes abordadas por su pluma: hay intriga, amor a raudales, luchas sociales y, sobre todo, un desenvolvimiento maestro de la narrativa, fruto de su impertérrita madurez.

Los textos son plurales: amor, misterio, aventuras selváticas y ese penetrar, tan suyo, en el universo de la lucha social y la lujuria, no exenta de un manejo de la poesía y del lenguaje que nos demuestra que Dante no se establece en ninguno de sus logros, sino que siempre persigue, como todo creador auténtico, tanto el mejoramiento de su expresión, como el hecho de que su mirada, zahorí, permanentemente nos conduzca a un más allá que, es seguro, hallaremos en los textos que, ahora mismo, se halla pergeñando.

                                                                               FIN


 

 

 

domingo, 17 de abril de 2022

ES EL AMAUTA
Qué podían enseñarle las ágoras
cuando el mundo era su aula
quién pudo ilustrar al cronista
si resumía las letras de la vida
en escaso tiempo inasible
incorporado al rincón púrpura
donde organizaba el equipaje
de la clase numerosa
dispuesta a conquistar el porvenir
Es el Amauta, dicen los pobres,
«igual que nosotros en el martirio»
dicen los labradores y mineros,
«su silla es la cruz del redentor»
rezan los siervos tras su sombra
Es el Amauta hecho sangre,
nervios, huesos y tejidos cortados
bulle la materia gris en movimiento
trascendiendo espacio y tiempo
dialéctica que rotura los escollos
polémico estibador
del método incendiario.
Es el Amauta en verbo de granito
Se detienen las usinas
y las manos agrietadas
aquietan la herramienta
acuden prestos creadores
del valor enajenado
tras el menudo mortal
que habla en su romance
Es la palabra del Amauta
Hay un lucero en el firmamento
que ha de corrugar los eriazos
que ha de preñar los remansos
que ha de fecundar los surcos
y las sementeras de los caminos
Es el lucero ardiente del Amauta
Hay una voz que clama
las urgencias de una historia
del mañana que está escrito
en las trémulas cenizas
de los fogones y las fraguas
Es la voz de nuestro Amauta
Es José Carlos burlando
una vez más
con ingenua sonrisa
los frágiles incisivos
de sus sepultureros. (DC)



viernes, 1 de abril de 2022

SAN MIGUEL DEL PALENQUE (Dante Castro)


En las Memorias del general Guillermo Miller encontramos varios hechos que pueden motivar por separado la curiosidad del lector. El bravo inglés rememora la fidelidad de un siervo a su amo peruano, al cual buscó después de la batalla de Junín, y al toparse con su cadáver rompió en prolongado llanto y hubo que obligarlo a desunirse de él, pues continuaba abrazándolo impidiendo su entierro. Otro hecho de no menos envergadura, es el de un perro cuyo dueño era un soldado realista, animal que no quería apartarse del cuerpo de quien en vida fue su amo. El destino de ambos, el siervo y el perro, fue engrosar las filas patrióticas y llegaron a ver la batalla de Ayacucho, la que selló definitivamente la liberación del Perú.

Pero, mientras escribía sus memorias, el general Miller fue buscado, acosado y asediado en sus cómodos días de retiro en Buenos Aires, por un curioso investigador peruano, mulato de raza, quien intentaba reconstruir la biografía de un tal San Miguel del Palenque. Miller, desde el principio, rechazó las corteses interpelaciones alegando que en Junín murieron valientes de cuatro naciones a quienes les era difícil recordar por sus nombres y menos por sus apelativos.

El investigador, quien decía llamarse Juan de la Cruz, insistió en proporcionarle detalles que Miller respondía con muecas de indiferencia y hasta de disgusto. Pero cuando oyó que a ese San Miguel del Palenque se le había roto un collar de cuentas africanas y que por eso encontró inmerecida muerte en el fragor de la batalla, el inglés cambió de actitud. Sacó una botella de whiskey, le sirvió al mulato la misma cantidad que a él. Antes de chocar copas, reconoció:

-Fue un valiente que buscó su propia muerte. Mejor dicho, corrió hacia ella.

Según Juan de la Cruz, no se llamó siempre San Miguel del Palenque. Ese apelativo lo ganó en su adolescencia, cuando fue capturado por una partida de bandoleros, negros cimarrones, cerca del Tambo de la Legua, entre las haciendas de Riva Agüero y lo que quedaba de las huacas del señorío de Malanca. El muchacho fungía de cuidador de caballos de quienes hacían pascana en el Tambo de La Legua, distante a una legua de Lima y otra del Callao. Se llamaba Eduardo, dicen, nació mestizo y cargaba con una historia familiar vergonzante que lo condenaba de por vida al ostracismo, la marginalidad y la exclusión: su padre había sido sentenciado por el Santo Oficio, acusado de hereje; murió de escorbuto en la prisión de Valdivia, Chile. El bayo que montaba en aquella ocasión, olió a yegua en celo y perdió el camino sin obedecer a las riendas del jinete. El confundido animal fue extraviándose entre trochas y trillos desconocidos para el común de los viajeros, entre montes de vegetación secundaria, pantanos y acequias. Eduardo no tenía la pericia para controlar a un bruto excitado, y al levantar la vista en un recodo caprichoso, se encontró al frente de un palenque de esclavos prófugos. Al verse descubierto por ellos, huyó. Y ellos, montaron y lo siguieron. Como era amante de los caballos, pensó más en la seguridad de la noble bestia antes que en sí mismo. Desmontó y asustó al bayo para que huyese, mientras él hacía lo mismo por unos humedales. De pronto estaba hundiéndose en una masa de fango negro y pegajoso que pretendía devorarlo en cada movimiento que él hacía para librarse. Se desesperó tanto que imploró la ayuda del Dios cristiano, a quien había dejado de rezarle. Los cimarrones sonrientes llegaron a cercarlo, le lanzaron un certero lazo que lo atrapó por el tórax y salió de la trampa natural del fango movedizo jalado por la energía de un caballo pinto.

A estas alturas del relato, Miller escuchaba con cierto desinterés los detalles de Juan de la Cruz. Esperaba algo más épico para seguir bebiendo.

Continuó Juan de la Cruz narrando que el joven Eduardo fue salvado de la tierra movediza solo para ser condenado a muerte por sus rescatadores. “Si descubriste el palenque, no callarás”, le dijo el Rey del Monte, líder de la partida de congos, carabalíes, fulas y bozales que sobrevivían atracando caravanas de Lima al Callao y viceversa. Solo la ejecución podía garantizar que no delataría el escondite.

Ordenó que lo colgasen. Eduardo no suplicó por su vida, porque había asumido su destino. Tal vez si en la infancia o reciente adolescencia hubiese tenido alguna alegría, habría implorado misericordia. Pero creció señalado, estigmatizado por ser el hijo de un hereje, excluido de las escuelas parroquiales, negado él y su madre para toda relación generosa con la sociedad. Y lo peor fue saber que su padre, a quien amó, había sido torturado en el potro de madera del santo oficio. La muerte no podía ser tan mala si la vida lo había sido en extremo.

Rápidamente hicieron un nudo corredizo de horca, lanzaron la punta del lazo por encima de una alta y fuerte rama del árbol más cercano, le colocaron el aparejo alrededor del cuello y con las manos atadas a la espalda lo subieron a un hermoso caballo moteado. Eduardo bendijo su suerte: el último momento de su vida sería montado a caballo. Pero cuando espantaron al pinto, éste no quiso moverse. Lo azotaron y Eduardo maldijo ese maltrato, hasta que un último fiero latigazo que le hizo sangrar el anca, propició la fuga del animal. El muchacho quedó suspendido por breves instantes, pataleó, se balanceó en plena asfixia, pero la rama de árbol se rompió y cayó sobre sus rodillas. Los bandoleros, sorprendidos, acudieron a él aullando, lo despojaron del nudo de horca y lo auxiliaron levantándolo.

-¡Es un elegido! -gritó el Rey del Monte- ¡Tiene que verlo Babalaché!

Así es como el joven Eduardo, mestizo y purgado por la sociedad, fue presentado al babalawo que vivía en una choza solitaria en las cercanías de la huaca donde estuvieron los pagos de Mateo Salado, otro hereje ejecutado por el Santo Oficio. El viejo babalawo, sacerdote del culto africano de los Orishas, a quien llamaban Babalaché, lo observó detenidamente a la luz de la vela. La mirada penetrante del anciano negro lograba descifrar solo lo evidente. Lo demás se lo diría el oráculo de los caracoles, porque a través de ellos dialogaba con Obatalá, Changó, Yemayá, Babalú Ayé y todas las deidades que bien adoraban los proscritos de la banda del Rey del Monte.

Rodaban los caracoles una y otra vez sobre una fina esterilla. El anciano iba interpretando el orden de cada lanzada según las claves secretas reservadas solo a los iniciados. Changó decía que era hijo suyo y Oggún respondía lo mismo. Ambos orishas, desde las profundidades insondables de los montes, reclamaban su paternidad. Fue Obatalá en un nuevo giro quien decidió con su habitual sabiduría a quién correspondía la protección del pupilo. “¡Ya está dicho!”, gritó Babalaché: “¡Eres hijo de Changó!”. Eduardo no sabía de qué se trataba todo aquello que parecía una chifladura colectiva, hasta que le fueron explicando en un mal castellano atravesado por términos desconocidos para él, que sería rayado en palo, como los guerreros de la selva de Mayombe y que su futuro era la guerra, porque no había nacido para la paz sino para hacer justicia a través de las armas. Dentro de un prolongado redoble de tambores las sombras danzaron alrededor de él. Mientras más se aceleraban las manos fuertes golpeando los cueros, aquellas sombras danzaban con más velocidad hasta alcanzar un frenesí contagioso. Sin quererlo, ya estaba danzando, porque no era él sino el espíritu de un muerto que se le había encarnado. Había que exorcizarlo a través de la danza hasta que cayese agotado. Decían a su alrededor “le estamos pasando el muerto”, pero había caído a tierra y convulsionaba botando espuma por la boca. Los tambores que sonaban con premura incontrolable, fueron aminorando la velocidad del ritmo hasta que se convirtieron en un susurro que acariciaba la noche.

Cuando despertó Eduardo, al día siguiente, Babalaché le extendió una calabaza de agua pura. Tenía un corte a cuchillo que se prolongaba por toda su espalda. Ardía. Le explicó que ya lo habían rayado en palo y desde ese momento era otro que jamás sufriría como había sufrido, porque ahora iba a hacer sufrir a aquellos que lo maltrataron. Que los Orishas estaban con él, que necesitaba un nuevo nombre para aquel guerrero que había nacido mientras le pasaban el muerto al ritmo de esos tambores de piel de chivo que estremecieron la noche. Que ese nuevo nombre se lo habían dicho las ánimas benditas de aquellos que murieron luchando por los de abajo, los maltratados, los humillados, los torturados, los perseguidos. Lo llamarían San Miguel del Palenque, porque San Miguel era el jefe de los ejércitos del cielo y había renacido en un palenque de fugitivos y quienes conocieran sus hazañas temblarían como la tierra quebrantada por un sismo. Algo más debía decirle: como un mandato de por vida, llevaría el collar de Changó, su protección, con los colores que caracterizaban a ese Orisha, cuentas rojas y blancas.

-God damm… -exclamó el general Miller, en esta parte del relato. Ya había perdido la cuenta de las copas que compartió con su interlocutor, el mulato Juan de la Cruz. -Es ese collar… sí… es el collar que le vi… antes de la batalla de Junín…

Juan de la Cruz viajó desde el Perú hasta Buenos Aires para hacerle preguntas al general Miller, quien condujo la parte más dura de aquella batalla que se libró el 6 de agosto de 1824, pero ahora era él el interrogado por el veterano guerrero. Prosiguió contándole que San Miguel del Palenque aprendió el arte de las escaramuzas, los asaltos por sorpresa y las emboscadas de su gran maestro el Rey del Monte. Asaltaron caravanas de mercaderías desembarcadas que venían del puerto del Callao hacia Lima, con mucho más suerte que en los últimos años. Ahora poseían un Elegguá, un casi niño que les abría los caminos, según la religión africana que seguían cultivando esclavos, libertos o cimarrones detrás de cultos católicos. Cuando San Miguel del Palenque, antes llamado Eduardo, cumplió los 17 años, hubo ocasión de reemplazar en el mando al Rey del Monte, aquel que le enseñó cómo se degüella al enemigo inclinándose a uno u otro flanco de la montura, aquel que lo entrenó en el golpe certero de sable o machete haciéndolo ensayar con troncos de plátano, que son los únicos que se asemejan a la resistencia de un tórax humano. Y San Miguel del Palenque, nutrido de razonamientos lógicos por una enseñanza católica en su primera infancia, deducía tácticas que aconsejaba, como atacar a degüello en el instante en que los soldados chapetones recargaban sus armas de fuego. Llegó la ocasión de probarlo y no fue nada feliz.

La banda del Rey del Monte había asaltado y matado, justo en la carretera a la Ciudad de los Reyes, lo suficiente como para que los tomasen muy en cuenta las autoridades coloniales. Los alguaciles pidieron apoyo al ejército colonial y armaron una estratagema para coger por sorpresa a los forajidos. Se trataba de tres carros cubiertos por lonas gruesas y tirados por mulas, que transportaban ron de Jamaica. Un mulero que era agente encubierto de los chapetones, lo comentó entre tragos en el tambo de La Legua, a sabiendas que las zambas y mulatas que atendían a los viajeros, eran espías de la banda del Rey del Monte. La noticia excitó a los bandoleros y decidieron esperar la comitiva cerca de las chacras de Mirones, confiados en el factor sorpresa, pues nunca habían asaltado tan próximos a las murallas de Lima. A media legua, nomás.

Cuando los conductores de carromatos oyeron los gritos endemoniados de los atacantes, descorrieron las lonas y aparecieron soldados con fusiles que abrieron fuego contra los negros. Cayeron algunos fulminados al instante y otros retrocedieron heridos. Nadie vio replegarse al Rey del Monte. Había sido uno de los primeros en caer y eso hizo entrar en pánico a sus compañeros. Propusieron huir, no sabían qué hacer, todo estaba perdido frente al fuego de esas armas. Pero a gritos se impuso la nueva autoridad de San Miguel del Palenque, quien les reclamó vencer la cobardía y contraatacar. ¡Quien confíe en mí, confía en Changó! Eso último que dijo fue decisivo en la voluntad de todos. Era un Elegguá, pero ahora imploraba a Santa Bárbara, dueña del rayo y los relámpagos, de las tormentas eléctricas que nunca se vieron en el cielo de Lima, pero que conocieron en otros cielos. Changó en el espíritu de cada guerrero, Changó reclamando sangre enemiga, pero la razón en la cabeza lúcida de San Miguel del Palenque.

“Déjenlos disparar, algunos caeremos, otros no. Cuando estén recargando, atacamos antes que se cuenten veinte veces”. Eso dijo San Miguel del Palenque, porque había observado que realimentar fusiles de avancarga requería de veinte segundos en manos de un experto. Otros podían demorar más la misma operación, abasteciendo la pólvora por la boca del cañón, empujando el taco primero y la munición después con la baqueta, surtiendo el fulminante en la cazoleta y amartillando el arma.

En el segundo ataque los hombres negros que cayeron, no se levantarían jamás. Los que huyeron trataron de reconcentrarse para contraatacar, pero dudaron porque de treinta, solo quedaba una docena de montados. Eduardo o San Miguel del Palenque los reorganizó y gritó furioso:

-¡Guerreros radá, papá Oggún y Changó nos están mirando!... ¡La vida es corta y cada hombre solo tiene un día para morir!

Mientras los chapetones recargaban mosquetes, ellos atacaron lanza en ristre. No podían darles chance, dijo Eduardo. Cundió la confusión en los blancos de los carros: no acertaban a surtir bien la pólvora, luego erraban al poner la munición y baquetear; tampoco tuvieron tiempo de calar bayonetas. Las lanzas atravesaron sus cuerpos y los jinetes y sus caballos pasaron por encima de los carros.

-¡Regreso!… ¡Regreso!… ¡Con sable y a degüello!

Fue el momento de los sables y machetes: remataron a los heridos, decapitaron a los sirvientes y robaron sus caballos de tiro. Al regresar victoriosos, miraron de uno en uno a los caídos, hasta que llegaron al cuerpo agonizante del Rey del Monte. Solo cargarían con los que se podían curar. Los malheridos eran casos perdidos y mejor resultaba despenarlos. El Rey del Monte no vería el atardecer. Brotaba de su costado sangre y les preguntó: ¿de qué color es?

-Ojcura, mi santo…

-Bonita gracia decile a un negro que tiene sangre ojcura. Duele mucho si me río… y cuando tomo aigre… me duele peol tamién. Ajura decime, ¿e’ mi sangre roja?

-No e’ roja, miambia… ya le dijué que e’ como el fango.

-Toy pa´morir, entonce…

No quería que lo llevasen como carga, sino que lo despenasen ahí mismo. Pero nadie deseaba hacerlo aunque ninguno tenía la intención de seguir prolongando su agonía. Entonces el Rey del Monte preguntó qué había en los carros. Le respondieron que un par de barriles de ron, el resto eran otros dos barriles de aceitunas y lo demás pólvora y municiones para los fusiles. Sonrió tristemente y comentó que quería probar una aceituna, porque siendo estas negras, jamás las había probado: estaban reservadas para los patrones. Otros quisieron animarlo: “ahora tenemos fusiles, miambia, seremos mejores”. Tosiendo y ya falto de respiración se puso una aceituna en la boca y la tragó, no tanto para saborearla sino más para morir ahogado. Él sabía cómo sufría un herido a quien las balas le habían destrozado las entrañas.

El general Miller escuchaba con seriedad y consternación, como hombre que ha visto morir a muchos soldados y oficiales, pero que no se resignaría jamás a ser indiferente al dolor humano. Juan de la Cruz apuró el último trago de lo que sería la primera botella, porque inmediatamente el guerrero inglés invitó otra.

Continuó narrándole las últimas hazañas conocidas de San Miguel del Palenque, terror de los carros, calesas y comitivas que transitaban del puerto a la ciudad, los fracasos de las autoridades frente a una partida de bandoleros que después de ese famoso contraataque se nutrieron de armas de fuego, habían cobrado mayor fama y engrosado sus filas con otros esclavos que optaron por huir de las haciendas y cimarronearse en un palenque que se mudaba cada cierto tiempo para no ser descubiertos. Contaban con la complicidad de negros esclavos de galpón de hacienda y de las residencias de los patrones. Pero también contaban con la protección de los Orishas.

Cuando desembarcó el primer ejército libertador en el Callao, todos los de la milicia de San Miguel del Palenque, acudieron a enrolarse. Hubo recelos, la fama de ladrones salteadores que los precedía, la supuesta indisciplina que imaginaban entre ellos, pero se impuso el razonamiento de Guillermo Miller, quien le fomentó un tiempo después a Bolívar la importancia de las guerrillas como retaguardia y colaboradores del ejército regular. Los soldados de la Gran Colombia eran mulatos y negros en su mayoría, no así los chilenos y argentinos que llegaron con don José de San Martín.

Claro, dijo Miller. En esa mixtura de razas y mestizajes se hermanaron experiencias disímiles, entrando a fusionarse soldados de línea con aquellos que antes denominaban despreciativamente “bandoleros”.

San Miguel del Palenque nunca dejó de acudir a los toques de santos que hacía Babalaché, en la huaca Mateo Salado, aprendió a tocar con la fuerza de sus manos los tambores batá, a calentar los cueros con candela y a hacer ofrendas a los orishas según demandaba la religiosidad africana. “Ete branco parece negro”, decían riendo los hermanos de lucha que había hecho en los últimos cinco años. Y el collar de Changó, su máxima protección, había que darle de comer sangre cada cierto tiempo, solo de los animales que autorizaba el babalawo.

-Nuevamente el collar… ese maldito collar. -esta vez Miller lo decía con algo más de perturbación, como si su memoria se hubiese sensibilizado a través del dorado whisky. Juan de la Cruz no pudo disimular su disgusto por la expresión irreverente “maldito collar”, pero había llegado por fin a acorralar a su interrogado. Estaba a punto de recordar algo importante y digno de escribirse sobre los últimos momentos de San Miguel del Palenque, caído en plena refriega de la batalla de Junín.

Miller fue muy duro en sus argumentos. Recordaba a un bravo combatiente que decidió entregarse a las lanzas y sables del enemigo en la única batalla sin pólvora de toda la campaña patriótica. Tenía una decisión formidable y parecía haber nacido únicamente para ser soldado. Ahora que lo desempolvaba del desván del pasado, nunca quiso que lo llamasen bandolero y se batió a duelo con un patriota limeño que acusó de tales a los negros salteadores que formaban su partida. A exigencia de ese joven mestizo, casi blanco, que tú rememoras como San Miguel del Palenque, dejaron los harapos de la cimarronería y vistieron el uniforme de húsares de la caballería de línea. Pero compartían con todos los negros y mulatos de la Gran Colombia esas extrañas creencias que no son otra cosa que supersticiones arcaicas que deben ser enterradas por la única diosa: la razón. La independencia tiene que ser laica, racional, irreligiosa, al menos en la forma, ya que no tanto en el fondo. Pero, en fin… Por esa maldita sarta de abalorios, debo confirmar mi rechazo a las supercherías de pueblos bárbaros…

-Cuéntelo mejor, general Miller.

-Teníamos que cercar al ejército español al extremo del lago Junín. Avanzamos al galope para poder conquistar primeros la posición más favorable. Quien tuviese ese extremo dominado, se adueñaba de la victoria. Nuestro batallón logró ganar ese espacio, pero de pronto fue desalojado y puesto en fuga por la decidida arremetida de la caballería realista. Había que retirarse, replegarse para contraatacar o tal vez para postergar la batalla. Pero intempestivamente se metieron los Húsares del Perú, que confiaba yo como Bolívar, a órdenes del argentino Isidoro Suárez, y sorprendieron al enemigo causándole una gran cantidad de bajas… Lo real es que se pasaron por encima de las órdenes de Suárez, no como actúa un ejército disciplinado, sino como el precipitado y desordenado ataque de una partida de bandoleros… No quise decirlo así, disculpe… En esa caballada que atacó por sorpresa a los españoles, estaba su… ¿amigo?…

-¿Usted recuerda cómo murió?

-Ahora lo recapitulo, espere… espere… esto del whisky… aligera la lengua y la memoria…

Claro. La noche anterior, cuando acampamos en unas casas de adobe destechadas, abandonadas, que estaban por la pampa de Junín, los lugareños nos trajeron comida, abrigos y ponchos, llovía tanto que la pólvora se inutilizó y sospecho que también les sucedía lo mismo a los godos al otro lado del lago. Por eso no hubo tiros ni cañonazos al día siguiente, solo sables y lanzas. Y recuerdo, se ordenó a los soldados alinear los rifles en lugares cubiertos para que la lluvia no los continuase maltratatando… Ahí es donde vi a su amigo, muy acomedido, solícito para servir a la orden que les di… Llegó con sus compañeros negros y trasladaron fusiles tras fusiles a la única choza techada donde me hallaba yo fiscalizando el cumplimiento. Lo vi agacharse para recoger un hato de fusiles… y… el maldito collar… ese maldito collar, al inclinarse este hombre, se enganchó en la punta del cañón de uno de ellos… Él, sin darse cuenta, se levantó… entonces, el collar se rompió. Las cuentas rojas y blancas saltaron y se perdieron en la oscuridad, imposibles de buscar cuando solo teníamos la luz de antorchas. Y este joven soldado entró en pánico, se puso a gritar como un demente, desesperado. Luego, más calmado, dijo que le había llegado su momento y no había nada más qué hacer.

-Bueno, general, hasta ahí los colores de las cuentas coinciden no solo con la bandera del Perú, sino con el collar de Changó. Se trataría de alguien que cree en su religión.

Miller obvió el detalle emblemático y su gesto despreciativo parecía decirle a Juan de la Cruz: ¿cuál religión?

-Prosigo, don Juan. -carraspeó- Cuando los Húsares del Perú entraron en desordenado y enloquecedor ataque, el primero en ir adelante fue este señor que usted lo llama San Miguel del Palenque y yo le llamaré “el soldado del collar rojiblanco”. En toda mi vida de militar, por mi experiencia acumulada, sé cuando un guerrero peca de valiente, sé cuando sucumbe a la cobardía y sé cuando traspasa la frontera de la audacia porque quiere morir matando.

-¿Está sugiriendo algo parecido a un suicidio, mi general?

-No lo afirmaría así, don Juan. Mejor lo digo de otra forma: algo menos que resignación, algo más que deliberada imprudencia, motivada por esa enfermedad mental que son las religiones y supersticiones, que si a ese joven no se le rompe el maldito collar, tal vez hubiese actuado con la mínima prudencia que se debe tener en combate. Lo recuerdo porque cuando se hizo el recuento de cadáveres, después de la victoria, al muchacho le habían propinado más de veinticinco heridas de lanza y sable en el cuerpo. Y son testigos sus compañeros peruanos que ese plebeyo caballero, del cual ni sé sus blasones, antes de caer cercenó brazos, partió cráneos, mutiló manos, degolló y atravesó a cuantos realistas se pusieron a su alcance.

Extrañamente, Juan de la Cruz no quiso preguntar más. Miller interpretó su prolongado silencio tanto como la mirada húmeda que pretendía naufragar en el vaso de whisky. El inglés, veterano de batallas decisivas en la historia de América, se negó a indagar qué lazos unían al historiador con el sujeto principal de su investigación. Solo se limitó a servirle algo más de licor y terminar la noche sugiriéndole: “Escriba que murió como un valiente por su patria. Ojalá que los pueblos que hoy son libres, sepan de él y aprendan de su ejemplo”. Por la ventana de la sala, el amanecer anunciaba sus primeras luces entre el bullicio de inquietas y juguetonas aves.