jueves, 13 de julio de 2023

MUJER DE YACURUNA

 MUJER DE YACURUNA

«Nadie pasa por este codo del río», advirtió la desconocida a los caminantes. Todos llevaban fardos de frutos y mercaderías: plátanos, coconas, cecina, café y más delicias, y creían que iban a encontrar el cable, la polea y el asiento, tal como les habían contado. Nada de eso existía en la Capirona, por lo menos desde cinco años atrás y quien quisiera pasar al otro lado, tendría que hacerlo a nado, en balsa o canoa. Los rápidos estaban más arriba, pero los remolinos iban siendo heredados por las aguas turbulentas de cuesta abajo. «¿Quién se atreverá a nadar ahí? ¿Acaso no saben del Yacuruna?». Y cómo refutar a la desconocida que evitaba mirarlos de frente, con las greñas caídas sobre el rostro, si desde la infancia los lugareños estaban acostumbrados a escuchar cuentos de espanto de seres que habitaban debajo de las aguas y ahogaban a sus víctimas tomándolos por sorpresa. El grupo fue fragmentándose y quienes emprendían camino en direcciones contrarias buscarían un bajío para vadear la corriente que se incrementaba con la lluvia. La desconocida quedaba atrás rumiando entre frases incoherentes una historia que compartía con seres invisibles.

Cuentan que un explorador llegó a la Capirona en época de crecida. Mala época para viajar y peor si se quiere cruzar en embarcación. Le recomendaron la oroya de los Panaifo, un matrimonio sin hijos que instaló tres postes poderosos a cada extremo y un cable de acero por el cual circulaba la polea del mismo material sosteniendo un precario asiento plano de madera. Usar esa oroya costaba centavos, la gente de la Capirona no podía pagar más. Heriberto, el marido, salía cada cierto tiempo a cazar caimanes. Más de un ejemplar por vez, jamás cazó. Ni muy tiernos ni muy maduros. Si hubiese tenido un arma de gran calibre, tal vez cazaría aquellos que mejor cuero tienen y por la suma de cada pie de medida se cotizaban a mayor precio en Iquitos. Pero solo disponía de una escopeta marca Savage, calibre 16, con la cual tenía que acercarse al caimán y darle el tiro en una parte noble, blanda, por la cual pudiese penetrar la munición. Al lomo, jamás: piel demasiado dura. Se arriesgaba mucho rematando al animal a golpes de remo y los coletazos del moribundo amenazaban voltear la canoa.

El explorador llegó de noche, con lluvia torrencial, como si ignorase las señales del cielo. Pidió pasar a la otra banda, lo cual le fue negado por Heriberto Panaifo. Debía esperar que la crecida descienda de nivel y eso podía ocurrir por la mañana, cuando la lluvia no recargaba el caudal. Dijo llamarse Exebio Veronés y no necesitaba decir que era brasileño, por su forma de hablar. Se quedaría a comer y a dormir, no tenía otra opción, aunque Heriberto recelaba del extraño que miraba descaradamente a Laura, su esposa. No les llamó la curiosidad el trípode del teodolito, porque era cosa conocida de ingenieros. Tenía unas excelentes botas de hule, resistentes a cualquier tránsito de fangales y mordeduras de víboras; vestía traje de cazador color kaki, pero lo que más impresionó a ambos fue el fino rifle Browning 30.06 que llevaba, así como el tremendo cuchillo de hoja ancha que parecía un machete corto. Por encima del cinturón sobresalía la canana de balas, bien surtida, y parecía tener más en la mochila. A la luz del lamparín intercambiaron miradas mientras el extraño no dejaba de regalar sonrisas a Laura, quien servía plátanos y yucas sancochadas, pescado ahumado y el chapo, bebida caliente de jugo de plátanos maduros. Exebio Veronés les contó a ambos una historia increíble de sus exploraciones petroleras, pero que iba armado porque la tierra de allí era peligrosa, abundante en fieras y sobre todo en caimanes.

—No es quien dice ser —advirtió Laura a su marido.

—¿Ya viste el rifle? Cazaríamos caimanes hasta salir de pobres.

Laura lo fue endulzando y no sin ganas. Le parecía un macho hermoso que en otras circunstancias se lo llevaría a retozar bajo su mosquitero. De manos y brazos fuertes, barba negra cerrada y cejas gruesas, nadie por allí podía competir con él. «¿Sería casado?», se preguntó. Antes que lo pudiese averiguar, Heriberto le ensartó su propio cuchillo de monte desde la axila hasta el corazón. Lo extrajo con dificultad y volvió a apuñalearlo para terminar degollándolo. Ella no se impresionó, carecía de emociones frente a la sangre y la muerte. Ambos mataban lo que comían y no por tratarse de un hombre harían diferencias.

Heriberto trajo costales de crudo, el rollo de cuerda de cabuya y una aguja grande. Así como envolvían fardos de barbasco que vendían a los pescadores de río arriba, hicieron del cadáver, sin botas y sin ropa, una bola gruesa de carne, las manos amarradas a los tobillos y la cabeza separada del cuello se la pusieron dentro. El cuerpo fue a dar al fondo del río atado a una enorme piedra y trataron de olvidarse de Exebio Veronés, pero en las noches durante largas horas solo miraban en silencio la candela flameando dentro del lamparín. Y esa candela se replicaba igualita en sus pupilas.

Montaron el teodolito del infortunado brasileño sobre el trípode que aprendieron torpemente a armar. Se dijeron que con ese instrumento espiarían a las artistas de cine del otro lado del mundo, pero fue una desilusión. Él trataba de ubicar tras la lente a los caimanes más tiernos e imaginar cómo darles caza al siguiente día, pero no aparecían como antes. De pronto, una tarde en que afinaba el visor, creyó distinguir una figura humana que le hacía señas desde el sumidero de los reptiles. Se le escarapeló la piel al comprobar que era la silueta de Exebio Veronés, desfigurado por la putrefacción y la voracidad de los peces. Cuando quiso reconfirmar tan tétrica visión, nadie había. Imposible, se dijo, los lagartos ya lo habrían devorado.

—Nadies ahí verás, ni caimanes ni fantasmas: es tu conciencia que te acusa... —dijo Laura.

Antes, semanalmente pagaba cada pasajero su moneda de a sol para usar el cable, la polea y el asiento. La oroya así había cumplido con ser el recurso más seguro de la casa, ante la ausencia esporádica de caimanes. Pero de pronto la polea se atascaba y los transportados se quedaban a medio camino y había que regresarlos por su seguridad. Descargaban bultos y se organizaban para caminar a lo largo de la ribera buscando paso seguro, aunque tuviesen que nadar con sus equipajes sobre la nuca. El servicio de los Panaifo perdía prestigio. Solo quedaría el yucal y la caza menor, pero hacía falta dinero. Claro, dijo Laura: dinero para comprar sal, combustible, velas. «Si no haces dinero, no tienes derecho a ser mi marido».

Mientras tanto, la lluvia arreciaba con los vientos de febrero que removían las copas de los árboles y dentro de la selva los coros de batracios, chicharras y grillos competían llamando a las tormentas. Heriberto Panaifo montaba el teodolito creyendo en sus virtudes mágicas de revelación, pero solo podía ver la otra ribera entre los últimos celajes del atardecer y de vez en cuando la figura patética del muerto que le sonreía. Decidió no contarle más a su esposa acerca de esas apariciones súbitas, pero además condenó al olvido el armatoste de ingeniería a la que una mente rústica como la suya no podía encontrarle utilidad.

—Hace falta plata.

—Cierto, mujer. Tengo que llevar píeles a Iquitos para comerciarlas.

—¿Y con qué dinero vas a viajar a Iquitos? Arregla la polea...

—La polea está buena, no tiene falla... —refutó el esposo.

—Oroya que se atasca, oroya que no sirve. La gente empieza a hablar...

Fue un viernes por la mañana en que se animó a desafiar el miedo que le tenía al complicado aparato montado en el trípode y sin temer encontrarse nuevamente con el pálido y tumefacto fantasma de Exebio Veronés, echó un ojo a la otra banda del río. Los caimanes esperaban una época de aguas mansas para aparearse, no en las turbulencias que ocasionaban las crecidas súbitas en meses de lluvias. Pero, quien sabe, si apareciese siquiera uno, con ese rifle Browning 30.06 podía darle desde el extremo contrario sin correr los peligros de antes. Obediente a su intuición de cazador, espió por la lente y tras la vegetación ribereña distinguió el lomo de un colosal ejemplar que daría cuero para calzados y carteras de alto precio. Sin importarle los copiosos goterones que anunciaban el próximo diluvio, salió descalzo y semidesnudo con el rifle entre las manos. A menos de 200 metros, con esa munición de alto poder y ante un blanco tan voluminoso, no podía fallar, incluso avizorando el objetivo entre gotas y gotas que la lluvia asperjaba sobre su rostro. Encaró el arma y se demoró esperando el instante de mejor visión a través de la cortina de agua. Disparó. El estampido lo estremeció de emoción, pero más eufórico se puso al ver que el lagarto dio la vuelta en redondo y coleteaba agonizando.

—¿Lo ves? —preguntó a Laura, ofreciéndole el turno en el teodolito.

-Solo veo gotas de lluvia... y la banda como siempre...

-Fíjate bien. Lo maté, lo vi colear de muerte...

Empujó a un lado a Laura y observó por el anteojo: allí estaba el caimán volteado panza arriba prometiéndole su carne abundante y su cuero cotizado, pero por encima de él, tres metros atrás, lo miraba directamente Exebio Veronés, con las manos en jarras, camisa arremangada y actitud desafiante. Ya no era un cadáver en descomposición sino la figura juvenil y autosuficiente que alguna vez llegó a su cabaña.

No escuchó las advertencias de su mujer, quien le animaba a esperar que escampe el cielo. Como no podía utilizar la oroya, empujó la canoa a la orilla, puso el rifle y el machete en ella y tomó el remo dispuesto a sortear el oleaje de la crecida que traía consigo palos y restos de vegetación arrancados por el viento. De pronto, cuando había remado 50 metros y se encontraba en medio de corrientes cruzadas, la canoa se volteó. Quiso aferrarse no a la embarcación, sino al rifle para no perderlo, pero fue inútil. Las aguas se tragaron el arma de fuego y el machete; también ese gran cuchillo de cacería que antes fue de Exebio Veronés. Heriberto ya no tenía nada que rescatar excepto su propia vida y nadó hacia la banda opuesta, pero la corriente superaba sus esfuerzos. El cielo rompía en truenos y relámpagos. Un rayo golpeó la tierra estremeciéndola como un sismo y derribó los postes del huaro que cayeron en desorden al agua. Heriberto esquivó hábilmente los restos y también el cable de acero que fue arrastrado hacia él como si quisiera decapitarlo. Un hombre de ribera no podía sucumbir así, sabía nadar desde pequeño y sortear correntadas cruzadas y remolinos. Los brazos se le fatigaban de luchar a contracorriente y decidió dejarse llevar hasta salir hacia algún remanso. Cuando estaba a veinte metros de la orilla, sintió que dos férreas manos se apoderaban de sus tobillos y lo jalaban hacia las profundidades. Fue la última visión que tuvo Laura de su esposo, ella desde el embarcadero no perdía detalle: verlo bracear desesperado porque no quería morir tragando agua o porque deseaba tanto vivir para amarla. Nunca más supo de él. Generalmente el río devuelve a sus víctimas, pero esta vez no hallaron sus restos ni pescadores de atarraya ni mitayeros de los pantanos, así lo anunciaban los misioneros radioaficionados.

La Capirona, como obligado cruce de río, quedó abandonada sin los esfuerzos del matrimonio Panaifo. Había sido un tránsito ineludible no solo en épocas de crecida y de lluvias, sino también en meses de cielo generoso. Se corrió la voz en los asentamientos pobrísimos de las dos bandas que por allí era imposible bandear el río a nado, porque se temía la presencia de los yacurunas que respiran bajo las aguas y construyen palacios de cristal en el fondo fluvial, castillos exuberantes surtidos con las riquezas que pierden los humanos en cada naufragio y que también voltean las canoas para apoderarse de doncellas adolescentes para hacerlas sus mujeres.

La cabaña que custodiaba el pase de la oroya fue sucumbiendo al abandono y dicen los pescadores de zúngaros,  palometas y boquichicos que en ella malvive una loca que habla sola, que nunca tuvo hijos y que cuando la escuchan se enteran de la extraña historia del yacuruna que pagó caro sus pecados y que emerge buscando más víctimas que pue¬da ahogar sin confesión para llevarlos derechito al infierno.

(D.C.)



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