jueves, 31 de diciembre de 2015

HÁGASE LA LUZ: Una novela que compite con las tinieblas

Estoy sumamente orgulloso de presentar la primera obra literaria de mi amigo y compañero César García Lozada. Se trata de la novela Hágase la luz, una intensa narración de hechos y circunstancias que acontecieron durante los años más álgidos de la guerra interna que vivió el Perú en los años ochenta del siglo pasado. Ya el maestro Maynor Freyre, eximio narrador, ha resaltado las principales virtudes estéticas del libro, pero me compete decir algo más de aquello que percibí cuando leí los primeros borradores que su autor me alcanzó hace medio año. Nos topamos con personajes bien retratados y con sus respectivos perfiles sicológicos afectados por las secuelas de enfrentamientos, matanzas y actos de sabotaje.  Y como dijo el célebre filósofo español Ortega y Gasset, el hombre es él y sus circunstancias.

La novela Hágase la luz narra las peripecias de un equipo de técnicos y profesionales que trabajaban en la implementación de grandes planes de electrificación de pueblos olvidados en la región de Ayacucho. Como saben los lectores, Ayacucho fue el centro del accionar subversivo, la cuna de una guerra que se haría extensiva a nivel nacional.  Por lo tanto, los operarios y profesionales tenían que trabajar entre dos fuegos, en plena zona de emergencia, donde se habían suspendido las garantías constitucionales. Donde la vida valía nada.
Pero la novela Hágase la luz no es un anecdotario frívolo, no es un largo relato divertido, no es una simple memoria biográfica trasladada a la literatura. En este caso, la obra literaria tiene superior valor en aquello que el lector puede descifrar entre líneas y en la riqueza de su contenido testimonial.  Más que una novela, es un testimonio y un juicio.

Nos interesa de sobremanera aquello que juzga el autor. Una parte de la historia del Perú ha sido procesada por el novelista, quien ha creado a un narrador omnisciente, que, en hábil suplantación del escribidor, se confiesa como testigo de los hechos. Emite así un juicio sobre los perpetradores de grandes matanzas, genocidios, asesinatos selectivos, torturas y desapariciones en Ayacucho. La sentencia de César García Lozada es moral, como la de cualquier otro buen autor de obras literarias. Bien se ha dicho que los escritores y poetas son los jueces anónimos de la humanidad. Y César ofrece al lector una visión panorámica del escenario de la guerra, del naufragio vivencial de cada uno de sus personajes, de la violencia que se convierte en el pan de cada día y de la fatalidad a la cual es difícil escapar.

Hágase la luz tiene un título sugerente y simbólico: los sediciosos de Sendero Luminoso derribaban torres de alta tensión, sumiendo a los pobladores en tinieblas, mientras que los trabajadores e ingenieros de Electroperú se esforzaban por extender el servicio a todas las provincias y distritos.  En un pueblo, los subversivos se pusieron de acuerdo con los ingenieros para traer la luz a sus calles y casas, lo cual resultaba una simpática paradoja. Pero al mismo tiempo el veredicto de este juez anónimo sentencia a las fuerzas armadas y policiales como los principales responsables del derramamiento de sangre inocente. No dijimos batallas regulares entre dos fuerzas en armas, sino exterminio injustificable de población civil desarmada.  Como siempre, los muertos los pone el pueblo. Y mientras los muertos sean del pueblo o se apelliden Mamani, Quispe, Cóndor, Huamán, Juscamayta, etc., el Perú oficial no se conmoverá. Las fosas comunes y los cementerios clandestinos no guardan los cadáveres de las clases pudientes. Y este es un mérito irrefutable de Hágase la luz. Ha denunciado ante los ojos de miles de lectores los crímenes de lesa humanidad que se cometieron dizque para acabar con el terrorismo. Y para los apologistas del terrorismo de estado, podemos aclararles: ninguna fosa común acabó con la subversión, ninguna masacre, ninguna campaña de exterminio de campesinos. El final lo produjo un operativo policial donde no se disparó una sola bala, en 1992.

César García Lozada le ha puesto un ingrediente de crudeza descriptiva a cada capítulo de su novela. Por ello podemos decir que es un autor hiperrealista, es un escritor que no teme impactar al lector con cuadros patéticos que no son fruto de su invención, sino que son cosecha del observador en el mismo teatro de operaciones. Por parajes inhóspitos y por breñales ásperos se encuentran cadáveres en descomposición, pero también hay perros vagabundos devorando esos cadáveres y hasta cerdos que se alimentan de los restos de sus dueños y luego serán beneficiados para consumo humano. Una comunidad es forzada por los militares a combatir contra la subversión y solo pueden demostrar que lo hicieron si asesinan y descuartizan a pobladores de otra comunidad.  Un amigo de infancia se encuentra con el personaje principal y resulta que es un policía vestido de civil que investiga a quienes son sospechosos de ser subversivos para luego detenerlos, torturarlos y desaparecerlos. Sadismo, indolencia y los más bajos instintos se han legitimado dentro del escenario de una guerra en la cual han proscrito los convenios de Ginebra.

Y sin embargo, dentro de la tormenta que describimos, hay sitio para el amor, la amistad, el compañerismo y la fraternidad entre bebedores compulsivos que no sabían si el día siguiente sería el último. Copular locamente y emborracharse de manera suicida eran compensaciones a terribles riesgos y limitaciones sentimentales. Porque todos huían de un fracaso sentimental, de una hecatombe familiar o de una derrota personal. Tal vez por eso habían llegado a trabajar en Ayacucho, que en quechua significa “rincón de muertos”, un lugar que estaba en plena guerra y por ello no era atractivo para quienes pretendieran prolongar la vida.
   
Por las razones expuestas, me he sentido tentado a presentar este libro que me impactó desde la primera lectura. La literatura siempre ha de llegar a la revelación de los hechos más luctuosos de una guerra, antes que el periodismo y las investigaciones académicas.  Hágase la luz se inscribe en la tradición narrativa de la violencia que vivió el país desde 1980 a 1992 y como hemos dicho, reconocemos no solo sus valores artísticos y literarios, sino también su riqueza como testimonio de una etapa que el subconsciente colectivo aún no ha terminado de procesar. Bienvenido César a este camino de la literatura-verdad. Salud por tu obra.